Hace unos días me vi el documental sobre Pablo G. del Amo, montador de joyas como La Caza, El espíritu de la colmena, El Sur, Tasio o El viaje a ninguna parte. Decía el bueno de Pablo en una conferencia: "no concibo esta profesión, permítaseme la cursilería, sin amor".
Me consta que es una frase aplicable a cualquier actividad, desde la de un fontanero a la de un funcionario de Hacienda. Pero me temo que en nuestra profesión esa expresión adquiere un significado especialmente dramático.
En nuestras manos (nunca mejor dicho) está, en parte, conservar la vida que las imágenes traen de rodaje. Y armarlas, en la medida de lo posible, con aquellos matices que escondía el guión (por eso es tan importante recordar las sensaciones surgidas de su primera lectura). Podemos lograr que una secuencia sea memorable añadiendo unha mirada, un silencio, o suprimiendo una línea de texto (siempre con el beneplácito del director -claro-); o podemos dinamitar una gran secuencia al no dar con el ritmo adecuado. La clave: el amor al trabajo y no tener miedo de jugar y gozar con el propio juego.
Pero ese amor al cine creo que no siempre es comprendido. A veces, en las conversaciones con amigos, noto que perciben esa pasión como un posicionamiento radical. Empieza a ser costumbre escuchar como me llaman fanático. Ellos dirán que cuando el rio suena, agua lleva. Yo haré bien en preocuparme si un día el rio se seca.
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