Quiero decirle a quien me ha escrito que a esa Nada le encanta despertarme cada mañana. Lo consigue soplando suavemente en mi oreja o saltando divertida sobre mi bandullo. Me siento en la cama y se apresura a traerme las zapatillas. "Non collas frío", me dice cariñosa mientras se me cuelga de la espalda. A veces, al hacerlo, me pasa los brazos por el cuello tan fuerte que me quita el aire.
Camino de la cocina, me paro en el salón para darle un beso a los dos bichitos que apenas reaccionan, abducidos por la tele. Me preguntan sin esperar respuesta por algo que está pasando en los dibujos y yo, que acabo de llegar, no sé muy bien que decir. Para ellos supongo que he estado ahí todo el rato.
En la cocina huele a zumo recién hecho. María pone sobre la mesa tres galletas que guardan el equilibrio sin esfuerzo, unas encima de otras. Y después otras tres, con la misma disposición, un poco más allá. "¡A desayunar!" Grita. Le doy un beso. La abrazo. Y ella, que sabe muy bien cuánto la quiero, hace como que no me ha visto esconder esa Nada en uno de los bolsillos del pijama, y me pregunta qué tal he dormido. "Así, así. E ti?" "Así, así".
Cuándo leo o veo películas que me recuerdan lo lejos que viven muchas de las personas que aprecio y necesito, la Nada me acaricia condescendiente ("Tonto!") y pone en mi mano un lápiz. Entonces me dicta palabras. Frases con (sin)sentido. Y yo, como un autómata, escribo. Cosas de locos como esto.